Por Javier Valenzuela
En su discurso televisado de la noche del 1 de febrero de 2011, Barack Obama demostró haber comprendido perfectamente que la historia, si la entendemos como el progreso de la humanidad hacia mayores cotas de libertad y justicia, se ha puesto súbitamente a galopar en el mundo árabe. Dijo Obama: “En los últimos días, la pasión y la dignidad que han demostrado los ciudadanos de Egipto han sido una inspiración para todos los pueblos del mundo, incluido el de Estados Unidos, y para todos los que creen en que la libertad humana es inevitable”. Aludía a las repetidas concentraciones de cientos de miles de egipcios en la céntrica plaza cairota de Tahrir para reclamar la salida del dictador Mubarak y la llegada de la democracia al valle del Nilo.
El inmenso Tahrir se había convertido ese 1 de febrero en el corazón palpitante de una lucha por el pan, la libertad y la dignidad en el mundo árabe comenzada semanas atrás con la inmolación del joven tunecino Mohamed Bouazizi, al que la policía había incautado el carrito de verduras con el que se buscaba la vida. La revolución del jazmín tunecina ya había conseguido derrocar al dictador Ben Ali y abrir en ese país una transición a la democracia. Y pronto, muy pronto, el fuego encendido por Bouazizi había prendido en un norte de África reseco de despotismo, corrupción, escaso desarrollo económico y tremendas desigualdades sociales. Las llamas cercaban al egipcio Mubarak, que, para intentar apagarlas, anunciaba ese día que no volvería a presentarse a las elecciones tras más de treinta años de monopolizar el poder.
Para sorpresa de todos aquellos que apostaban por la inmovilidad fatal de la “umma” árabe, Argelia, Yemen, Jordania eran asimismo escenarios de protestas, y sus gobernantes se apresuraban, atemorizados, a cambiar gabinetes y prometer reformas.
Desde el Atlántico al Golfo Pérsico, el mundo árabe es, sin duda, muy complejo y plural. Y no obstante, como señala Eugene Rogan, ese universo sorprende por la existencia de profundos elementos de identidad común. No solo relacionados con la historia, la lengua, la cultura o la religión, sino de palpitante actualidad.
Al fracaso generalizado de sus elites políticas y económicas para incorporar sus países a la modernidad, se añade la existencia en todos ellos de poblaciones masivamente juveniles. Niños, adolescentes y chavales constituyen la mitad o hasta las dos terceras partes de sus habitantes. Ya habitan en ciudades, ya tienen algún tipo de estudios y, sobre todo, saben lo que pasa en el mundo gracias a la televisión, los teléfonos móviles e Internet. Su vitalismo, sus ganas de tener lo mínimo de lo que disponen las gentes de la ribera septentrional del Mediterráneo, contrasta explosivamente con la frustración de sus tristes existencias.
El polvorín tenía que estallar tarde o temprano. Lo está haciendo en 2011 y en un sentido más próximo a lo que ocurrió en los años ochenta en la Europa del Este que a cualquier otra cosa. Hastiadas del falso dilema entre autocracia y teocracia en el que quieren encerrarlas tantos sus gobernantes como el cinismo de la realpolitik occidental, esas juventudes quieren democracia.
Una cosa es que los intereses geopolíticos estadounidenses tal vez no le permitan a Obama apostar tan a fondo como él quisiera por esta revolución democrática árabe que se entronca en la tradición de la norteamericana y la francesa. Y otra, muy distinta, es que no sepa que estamos ante un nuevo reparto de cartas en el norte de África y Oriente Próximo. Lo dejó claro el 1 de febrero al afirmar: “Defendemos los valores universales, incluidos los derechos del pueblo egipcio a la libertad de reunión, la libertad de expresión y la libertad de acceso a la información”. Donde Obama dijo “egipcio” podía haber dicho “árabe”.
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