Por Víctor
Hugo Álvarez
Los
acontecimientos que se ha suscitado en el seno de la Iglesia Católica en el
primer decenio del nuevo milenio han sido acelerados. Casi incomprensibles para
una institución que ha trascendido 21 siglos en el actuar de la humanidad y
ahora parece replantearse muchos aspectos a los que ha estado aferrada.
Comenzando
la segunda década del año 2000, el número de católicos se estima en 1, 165, 714,000 es decir el 33 por ciento
de los 6, 698, 353,000 habitantes del planeta. En cifras más sencillas, una de
cada seis personas ha sido bautizada en la Iglesia Católica. El mayor número de
los católicos está en América.
Después del
11 de febrero pasado ese grueso poblacional se encuentra ante el insólito hecho
de contar ahora con dos Papas; uno emérito, algo no visto antes, y otro que está por estrenarse. Ese es el
primer momento de la realidad.
Buscar las
razones que llevaron a Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, a renunciar es por
ahora prematuro aunque esa acción provocó una marejada de especulaciones, unas
con dosis de fundamento y otras sencillamente descabelladas. No puede negar la
Iglesia los casos de pedofilia que han sido denunciados y al tomar decisiones e
investigar las denuncias, afirma la existencia de esos hechos.
Pero creo
que hace falta una lectura más profunda sobre la renuncia y ese es el segundo momento de la realidad que estamos viviendo, pues la retirada de
Benedicto XVI abre escenarios desconocidos hasta ahora en el caminar eclesial
de los próximos años y el futuro cercano del papado, pues la Barca de Pedro
navega por ahora en aguas borrascosas.
La máxima
jerarquía eclesiástica se sorprendió ante la avalancha de denuncias que
circularon como relámpagos por las redes sociales. Se dio cuenta que había que
considerar ese nuevo modelo de comunicación rápida y muy personal en donde la
humanidad interactúa y se vio sola, aislada, enfrentada a sí misma y con
reducidos espacios para responder con la celeridad que se necesita.
Eso debilitó
el actuar de la institución y avivó corrientes que permanecían soterradas en su
propio seno, pues muchos sacerdotes, obispos y cardenales siempre señalaron con
fuerza que se estaba produciendo una involución a los lineamientos emanados del
Concilio Vaticano Segundo, cuyo máximo fruto fue poner el actuar eclesial a las
exigencias del mundo moderno.
Nunca antes
se había conocido de filtración de informaciones confidenciales del Vaticano a
la opinión pública. No sólo sobre las finanzas de la Iglesia, sino sobre el
actuar de la curia romana, el complicado estamento donde descansa el gobierno
eclesial.
Un gobierno
que es eurocéntrico, que no ha logrado comprender que más allá de los Balcanes,
el Mediterráneo y el Atlántico Norte hay otras maneras de vivir la
eclesialidad, de encarnar el evangelio en otras culturas. Que hay pueblos
sumidos en la pobreza y en la falta de oportunidades y el hambre socava la
realización de la vida.
Por
ello los grandes desafíos del nuevo
pastor universal del catolicismo y este es el tercer momento, están dentro de la institución misma que
rectorará, pero además fuera de ella en una realidad mundial donde la pobreza
es la inquilina permanente.
Tendrá que
afrontar además, esa tendencia de la vieja Europa a derrumbar los valores que
han sido tradicionales en el antiguo continente y que impulsaron el desarrollo
de la cultura, las artes y las ciencias y a encarar con estoicismo una
declinación del cristianismo y el avance de una sociedad consumista y proclive
al confort, rodeada de una humanidad que migra en busca de mejores
oportunidades.
Al nuevo
Papa lo conoceremos esta semana y sabremos entonces si en las reuniones previas
al cónclave, la jerarquía eclesial sopesó la realidad de la institución y
decidió enfrentar los retos. Por supuesto que en esa tarea el fundador de la
Iglesia nos los dejará solos.
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