Por Víctor Hugo Álvarez
Casi
nadie recuerda, fuera de sus familiares y amigos, los trágicos sucesos
que enlutaron a Honduras el 25 de junio de 1975, cuando se produjeron
las masacres de Santa Clara y Los horcones en el vasto departamento de
Olancho.
Ese
fue un día convulsionado, pleno de incertidumbres e informaciones
encontradas. Éramos apenas unos mozalbetes, pero participábamos de un
grupo juvenil parroquial que, por su naturaleza, nos
aproximó bastante a los acontecimientos. Luego, con el transcurrir de
los años pudimos comprender la dimensión de los mismos.
Para esa fecha la Asociación Nacional de Campesinos de Honduras, ANACH, y otras organizaciones de
labriegos habían convocado a una marcha nacional que culminaría en
Tegucigalpa. El motivo; el mismo, el eterno problema de la tenencia de
la tierra en Honduras, cuya inequidad aún sorprende a las actuales
generaciones. No es posible que apenas un mínimo porcentaje de la
población sea dueño de las tierras aptas para el cultivo y el grueso
poblacional carezca de ellas.
Se
había producido el Decreto Número 8 emitido por el gobierno de facto de
Oswaldo López Arellano, pero la oposición al mismo de parte de los
terratenientes fue ruda y sangrienta. La Reforma Agraria fue
el “quehacer fundamental” de ese gobierno de facto, pero la oposición
fue la misma que hoy, con los mismos argumentos de ahora y por lo que se
ve, serán los mismos argumentos de siempre, porque quizás nada se puede
esperar de quienes gozan el privilegio de contar con muchas hectáreas, aunque estén incultas y mucho menos de un pueblo que padece de amnesia crónica.
Esa
ley “ahuyentaba la inversión en el campo”. “Provocó el surgimiento de
grupos guerrilleros en Olancho que buscaban desestabilizar el país”.
“Los campesinos eran utilizados y domesticados por ideologías extrañas”.
En fin, se tejió toda una maraña de falsedades ideologizadas como paso previo para la gran acción.
Una
de los sectores más atacados fue la Iglesia Católica en Olancho,
precisamente el departamento más codiciado para el acaparamiento de
tierras, por lo ubérrimo de las mismas. Lo intentos por desestabilizar
la Pastoral Social, organizada con visión de futuro por el
Obispo Nicolás D´ Antonio, su clero y laicos comprometidos fueron
creciendo gradualmente hasta llegar a la agresión y a la total
intolerancia. Las amenazas de muerte y la persecución a los miembros del
claro y laicos no se hicieron esperar y las acciones irracionales llegaron al colmo de sitiar con los tractores la Casa Episcopal de Juticalpa.
El
escenario estaba montado, entre las víctimas había un sacerdote
franciscano de origen colombiano en la mira de los terratenientes y de
los cuerpos de seguridad. Se llamaba Iván Betancourt. Joven, entusiasta,
pleno de la espiritualidad y de los lineamientos surgidos de la
Conferencia del Episcopado Latinoamericano reunido en Medellín en 1968 y
abierto a la comunidad, como lo solicitó el Concilio Vaticano II.
Era
un cura comprometido con su pueblo, pero para quienes dicen ser del
pueblo pero no lo son, era un subversivo, un comunista, un aliado de la
Democracia Cristiana, que estaba en pañales en Honduras y un seguidor de
Marx, del Che Guevara, de todos lo teóricos del marxismo, menos de
Cristo y el humilde Francisco de Asís. ¿No les parece como que esa
película se ha repetido infinidad de veces en el país sólo que con
distintos actores?
Llegó
el día 25 de julio, la matanza se dio, cayeron 14 hondureños entre
ellos Iván Betancourt, y sus cuerpos fueron tirados al fondo de un pozo
malacate cuyo brocal sellaron para no dejar evidencia alguna. De ese
hecho sólo existen datos en la prensa nacional y un testimonio valioso
escrito por la hermana María García, miembro del Equipo Pastoral de
Olancho cuyo título es “Historia de una Iglesia que ha vivido su compromiso con los pobres”
Han
transcurrido 37 años de aquél suceso, pero los familiares, amigos y la
feligresía de Juticalpa no lo olvidan. Ellos han hecho realidad la
máxima de justicia y perdón. No todos los participantes en la masacre
fueron juzgados para pagar por su delito, pero aunque siguen en la
impunidad el pueblo los ha perdonado, pero no ha olvidado sus fechorías
porque la mano de la justicia no los tocó.
Sin saberlo, al conmemorar año a año el aniversario de la masacre, los olanchanos están demostrando que es posible reconstruir y
conservar la Memoria Histórica, ese concepto tan novedoso que se ha
dado en la historiografía, cuyas implicaciones política, sociales y
culturales ayudan a una nación a conocer su pasado reciente y a
comprender y enfrentar con valentía los retos del presente.
El escritor José Mª Pedreño señala al respecto que la frase que pretende resumir todo el contenido y el concepto de Memoria Histórica manifiesta
que: “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”.
Sin embargo, añade, para que sepamos realmente lo que es la Memoria
Histórica, deberíamos matizarla añadiendo que “el pueblo que no conoce
su historia no comprende su presente y, por lo tanto, no lo domina, por
lo que son otros los que lo hacen por él”.
Los olanchanos se niegan a que otros quieran borrar este hecho del pasado, porque la tenencia de la tierra sigue igual, y
por ello se manifiestan. El resto de los hondureños padecemos de
amnesia histórica, olvidamos fácilmente los acontecimientos y las causas
que marcan los hechos trascedentes que vivimos como nación. Por ello es
que nos conoce como un pueblo de desmemoriados. Lo demás es fácil
deducirlo.
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