Poco tiempo y espacio queda para el análisis de
los hechos y si hay alguno, es tan epidérmico que termina más bien enredando
las cosas y generando prejuicios y sofismas que se alimentan de la
superficialidad con que se abordan los temas nacionales.
Hace más de
una década comenzó en el país el auge de las pandillas o maras que en su
génesis parecían inofensivas y más producto de la imitación o la necesidad de
los muchachos y muchachas de agruparse para llamar la atención de la sociedad, por el abandono en que esta sumida la juventud
hondureña desarrollándose ante un panorama muy estrecho que impide la búsqueda
de mejores oportunidades para ese sector que representa, según estadísticas,
más de la mitad de los habitantes
hondureños y un alto porcentaje de la Población Económicamente Activa.
Con el
avance del tiempo, las maras fueron ensanchándose
y enrolándose en actos sangrientos, de extorsión, secuestro y ligándose al
crimen organizado. La respuesta ante
esos hechos muchas veces fue el uso de la fuerza bruta, la persecución y la
asfixia de esos grupos con la política de cero tolerancia. No hubo espacios para
analizar las causas del fenómeno, mucho menos para comenzar una labor
preventiva y no sólo combatir las consecuencias de esa anomalía social
que se desbordó como un alud sobre la ya golpeada población del país.
Sin
embargo, a través de los años y ante el horror de las masacres habidas en los
Centros Penales de San Pedro Sula, La Ceiba y el múltiple asesinato de
Chamelecón; se ha alzado una voz que permanentemente ha señalado
no sólo la necesidad de prevenir, sino de rehabilitar con proyectos
concretos a esos jóvenes y, más
aún, lograr su reinserción en la
sociedad.
Esa voz es
la del Obispo Auxiliar de San Pedro Sula, Monseñor Rómulo Emiliani Sánchez y un
grupo de ciudadanos conscientes, que ven
a los mareros no como criminales o antisociales que amenazan la
seguridad de la población, sino como seres humanos que han sido excluidos de
todo hasta de la compasión colectiva.
Recientemente
a instancias de la Iglesia Católica Salvadoreña, en ese país cuna de las maras
Salvatrucha o MS y la denominada 18, se logró un pacto entre los miembros de
esas pandillas y el Estado salvadoreño representado por la policía. Ellos
depusieron las armas y buscan la
pacificación de la población. La Policía salvadoreña se torna no sólo garante
de esa especie de armisticio, sino que
ejecutora del pacto que incluye garantías para la vida de los expandilleros.
Aquí en
Honduras, al conocerse la noticia, se armó un alboroto y los medios de comunicación dieron por hecho
que se llegaría a firmar algo similar y situaron al Obispo Rómulo como
mediador. Algo así como que por ósmosis
se daría una situación calcada, dejando de lado las particularidades de cada
caso, como en la mayoría de las situaciones que se viven en el país, cuando se
toman medidas a rajatablas, como para taparle el ojo al macho.
En declaraciones al Semanario Católico Fides,
el Obispo sampedrano fue muy explícito del porqué ese “armisticio” no es tan factible en Honduras
cuando afirma sin tapujos: “Más
trascendental que un acuerdo de alto al fuego, que es importante, es el de
luchar por lograr la rehabilitación de estos jóvenes”.
Luego agrega: “Lo
digo firmemente por mi experiencia en este campo: muchos jóvenes pandilleros
quieren dejar esa vida. No quieren seguir matando, asaltando, viviendo en esa
zozobra diaria en la que no saben si van a vivir un día más. Escondiéndose, sin tener una relación permanente
con su familia, sin poder atender bien a sus hijos, siendo vistos por una gran
parte de la población hondureña como gente mala, despreciados por casi todos.
La mayoría quiere una nueva oportunidad”.
Señala el
obispo que hay vinculación estrecha entre
miembros de la maras y la policía, y con esta aseveración se agrava el
problema, pues los actos punibles ya no
se generan en un sólo grupo, sino entre
sectores de la institución obligada a
velar por la seguridad de la ciudadanía.
Creemos que
hay que escuchar la voz del Obispo sampedrano, oír su llamado a ir más allá de
los efectos que se producen con las
acciones delictivas de los jóvenes empandillados, poque lo que esta en riesgo
es la juventud hondureña, la seguridad y
el futuro del país.
Las acciones
metastásicas que producen la indiferencia ante el problema, corroen el tejido social y abortan los anhelos
de una juventud ávida de mejores oportunidades y mucho más allá de eso, del respeto
al invaluable como supremo valor de la vida.
Urge que
todos los sectores se sienten a dialogar y buscar medidas concretas y factibles
que se conviertan en política públicas para prevenir que más jóvenes acosados
por la marginalidad y la exclusión miran las pandillas como solución a sus
problemas y rehabilitar a aquellos que anhelan la misma seguridad para sus
vidas que necesitamos todos.
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