Por Víctor
Hugo Álvarez
El sentido común nos ubica como buenos entendedores de la palabra y el concepto modelo; como algo a ser imitado,
como un molde donde se forjan nuevas expresiones artísticas o, sencillamente, como un esnobismo musical, de baile o
vestimenta.
Pero más allá del simplismo de la concepción de la palabra, la misma
tiene un sentido que nos lleva directamente a los valores o a tomar como
parangón los procesos de desarrollo
económicos, políticos o sociales que buscan mejorar la calidad de vida
de un conglomerado o de una nación.
En Honduras, tan
acostumbrados a calcar situaciones o esquemas hechos, por la miopía, la
voracidad o el entreguismo de quienes nos dirigen, la palabrita se ha puesto de moda. Hablamos
de ciudades modelos, del modelo neoliberal, del modelo maquilador o del modelo
de minería a cielo abierto y, asustémonos, de un país modelo con un Plan de Nación rico
en enunciados pero carente de aplicaciones reales por no ser vinculante con la
realidad de la población, sino con los sectores apoltronados en el poder.
Si nos referimos a modelos
económicos surge de inmediato el supuesto que éste o éstos tiene como
pilares la transparencia y la homogeneidad. Es decir, que las reglas que los sustentan deben estar
al alcance y para el beneficio de todos y deben aplicarse por igual. Si así
fuera quedaría descartada la exclusión y la injusticia.
Si mezclamos el concepto económico con el político estaríamos hablando
de un proceso sostenible que ejecuta un gobierno para organizar y controlar las
actividades productivas con el consecuente beneficio para la población. Esto
aún lo soñamos.
Y si llegamos más allá y hablamos de un
modelo de desarrollo nos estaríamos refiriendo a
un proceso o esquema que busca el progreso
del
pueblo. Y aún más ese proceso sería
el marco de referencia para elaborar
las políticas públicas del país.
Con el modelo de desarrollo, el gobierno busca mejorar la
situación económica y laboral de la población, garantiza el acceso a la salud y a la educación, y
brinda seguridad a los ciudadanos.
Un buen amigo sostiene que teorizar es hermoso, que soñar no
cuesta nada y que los conceptos son etéreos más aún en nuestra Honduras en
donde siempre se invierten las situaciones.
La realidad le estaría dando la razón a mi amigo, pues la inversión señala que sí somos un país
modelo y llevamos los primeros lugares en corrupción; en inseguridad, en
muertes, asesinatos, pobreza, exclusión, desintegración familiar y falta de
oportunidades y como corolario fulgurante la ausencia de justicia.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo,
PNUD, anualmente revela los datos que
nos ubican como país con un descenso acelerado en lo que se refiere a
desarrollo humano. Algo que se esta convirtiendo en un fenómeno nada
ejemplarizante para el concierto internacional.
Ha habido muchos intentos por lograr el desarrollo de Honduras,
por confeccionar un proyecto que nos
permita avanzar como nación y superar
las enormes dificultades por las que atraviesa nuestra población. Unos
consecuentes con la realidad como el Plan Nacional de Desarrollo elaborado a mediados del decenio de los años setenta y
principio de los ochentas cuyo fracaso estribó en que fue abandonado y otros tan descabellados y apátridas como cuando
en el gobierno de Roberto Suazo Córdova se planteó como salida a los problemas de Honduras convertirnos en un protectorado
de los Estados Unidos. Desfilaríamos con mucha pompa y glamur por la pasarela
mundial como el Puerto Rico Centroamericano.
Hemos sido plataforma para
las acciones que se desprenden de ser los guardianes de intereses ajenos
y lustrosos cofres de la ideología y los intereses de la potencia hegemónica.
La clase dominante hondureña es alérgica a los cambios y dócil mandadera de la
política exterior norteamericana.
Ahora, como elemento de ese marco de docilidad se nos
presentan como la panacea las ciudades modelos, como la salida de la pobreza y la solución al desempleo. Pero
ante estos destellos que nos impiden ver la realidad, en el escenario internacional lucimos como una
nación en alquiler, como un pueblo sin aprecio a su soberanía y sin derrotero.
Eso es el mejor ejemplo que la llamada Visión de País, fue
concebida por un grupo de quiméricos
encantadores de serpientes, pero miopes y erráticos para incluir en
el proyecto a los sectores
periféricos y plantear con patriotismo y
en consenso soluciones factibles a los
grandes problemas de las mayorías.
La propuesta de las
ciudades modelos violenta la soberanía, cercena porciones del territorio
nacional, reproduce la exclusión,
agiganta la inequidad y nos deja como un pueblo carente de la energía necesaria
para levantarse, ser el dueño de su destino y el guardián indeclinable de los
recursos que posee el país. Además de ser una oportunidad muy apetecible para
muchos intereses foráneos.
Quizás por eso Paul
Romer descubrió que somos un “país
modelo”, porque vio las debilidades de nuestra economía y nuestra democracia
formal, pero más aún el “patriotismo” de
quienes legislan y gobiernan. La pregunta es: ¿Por qué ante tantas facilidades
Romer renuncia a su proyecto? ¿Qué puertas quedarían abiertas en las llamadas
ciudades chárter que luego tornarían incontrolable la situación interna de las
mismas?
No se equivocó el poeta cuando afirmó: “Que dicha tan grande
nacer en Honduras, como lo desearan todas las creaturas”. Por eso somos un país
modelo.
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