jueves, 20 de septiembre de 2012

País Modelo


Por Víctor Hugo Álvarez


El sentido común nos ubica como buenos entendedores de la palabra y  el concepto modelo; como algo a ser imitado, como un molde donde se forjan nuevas expresiones artísticas o,  sencillamente,  como un esnobismo musical, de baile o vestimenta.

Pero más allá del simplismo de la concepción de la palabra, la misma tiene un sentido que nos lleva directamente a los valores o a tomar como parangón los procesos de desarrollo  económicos, políticos o sociales que buscan mejorar la calidad de vida de un conglomerado o  de una nación.


En  Honduras, tan acostumbrados  a calcar situaciones  o esquemas hechos, por la miopía, la voracidad o el entreguismo de quienes nos dirigen,  la palabrita se ha puesto de moda. Hablamos de ciudades modelos, del modelo neoliberal, del modelo maquilador o del modelo de minería a cielo abierto y, asustémonos,  de un país modelo con un Plan de Nación rico en enunciados pero carente de aplicaciones reales por no ser vinculante con la realidad de la población, sino con los sectores apoltronados  en el poder.

Si nos referimos a  modelos económicos surge de inmediato el supuesto que éste o éstos tiene como pilares  la transparencia y la homogeneidad.  Es decir,  que las reglas que los sustentan deben estar al alcance y para el beneficio de todos y deben aplicarse por igual. Si así fuera quedaría descartada la exclusión y la injusticia.
Si mezclamos el concepto económico con el político estaríamos hablando de un proceso sostenible que ejecuta un gobierno para organizar y controlar las actividades productivas con el consecuente beneficio para la población. Esto aún  lo soñamos.

Y si llegamos más allá y hablamos de un  modelo de desarrollo nos estaríamos refiriendo a un proceso o esquema que busca el progreso del  pueblo. Y aún más ese proceso  sería  el  marco de referencia para elaborar las políticas públicas del  país.

Con el modelo de desarrollo, el gobierno busca mejorar la situación económica y laboral de la población, garantiza el acceso a la salud y a la educación, y brinda seguridad a los ciudadanos.

Un buen amigo sostiene que teorizar es hermoso, que soñar no cuesta nada y que los conceptos son etéreos más aún en nuestra Honduras en donde siempre se invierten las situaciones.

La realidad le estaría dando la razón a mi amigo,  pues la inversión señala que sí somos un país modelo y llevamos los primeros lugares en corrupción; en inseguridad, en muertes, asesinatos, pobreza, exclusión, desintegración familiar y falta de oportunidades y como corolario fulgurante la ausencia de justicia.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD,  anualmente revela los datos que nos ubican como país con un descenso acelerado en lo que se refiere a desarrollo humano. Algo que se esta convirtiendo en un fenómeno nada ejemplarizante para el concierto internacional.

Ha habido muchos intentos por lograr el desarrollo de Honduras, por confeccionar un  proyecto que nos permita avanzar como nación  y superar las enormes dificultades por las que atraviesa nuestra población. Unos consecuentes con la realidad como el Plan Nacional de Desarrollo elaborado  a mediados del decenio de los años setenta y principio de los ochentas cuyo fracaso estribó en que fue abandonado  y otros tan descabellados y apátridas como cuando en el gobierno de Roberto Suazo Córdova se planteó  como salida a los problemas  de Honduras convertirnos en un protectorado de los Estados Unidos. Desfilaríamos con mucha pompa y glamur por la pasarela mundial como el Puerto Rico Centroamericano.

Hemos sido plataforma para  las acciones que se desprenden de ser los guardianes de intereses ajenos y lustrosos cofres de la ideología y los intereses de la potencia hegemónica. La clase dominante hondureña es alérgica a los cambios y dócil mandadera de la política exterior norteamericana.

Ahora, como elemento de ese marco de docilidad se nos presentan como la panacea las ciudades modelos,  como la salida de  la pobreza y la solución al desempleo. Pero ante estos destellos que nos impiden ver la realidad, en  el escenario internacional lucimos como una nación en alquiler, como un pueblo sin aprecio a su soberanía y sin derrotero.

Eso es el mejor ejemplo que la llamada Visión de País, fue concebida por un grupo de quiméricos  encantadores de serpientes, pero miopes y erráticos para incluir en el  proyecto a los sectores periféricos  y plantear con patriotismo y en consenso  soluciones factibles a los grandes problemas de las mayorías.

 La propuesta de las ciudades modelos violenta la soberanía, cercena porciones del territorio nacional,  reproduce la exclusión, agiganta la inequidad y nos deja como un pueblo carente de la energía necesaria para levantarse, ser el dueño de su destino y el guardián indeclinable de los recursos que posee el país. Además de ser una oportunidad muy apetecible para muchos intereses foráneos.

Quizás por eso  Paul Romer descubrió que  somos un “país modelo”, porque vio las debilidades de nuestra economía y nuestra democracia formal, pero más aún el “patriotismo”  de quienes legislan y gobiernan. La pregunta es: ¿Por qué ante tantas facilidades Romer renuncia a su proyecto? ¿Qué puertas quedarían abiertas en las llamadas ciudades chárter que luego tornarían incontrolable la situación interna de las mismas?
No se equivocó el poeta cuando afirmó: “Que dicha tan grande nacer en Honduras, como lo desearan todas las creaturas”. Por eso somos un país modelo.

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