Por Víctor Hugo Álvarez
A medida que la vorágine de la muerte
avanza en Honduras, van apareciendo las consecuencias no sólo emocionales y su
impacto sicológico entre los parientes y amigos de las víctimas, sino el duro
golpe que se les da a las familias de los asesinados, a la seguridad de las
personas y, aunque se dude, a la
economía del país.
Parece que el Observatorio de la Violencia
de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, que ha jugado un rol
importante para cuantificar las víctimas de la vorágine, ahora busca dar un
paso cualitativo en su labor hacia una mayor investigación de los
impactos de la barbarie que a diario vivimos.
Comenzamos a pasar entonces del impacto
emocional a la parte más investigativa, esto hace prever que no sólo veremos el
repudio ciudadano a la explotación de la muerte como noticia, sino a las diversas consecuencias de esta escalada
violenta en todas las actividades del país.
Los registros del Observatorio señalan que
en el año 2012 se registró la muerte violenta de 7,172 personas. De ellas,
6,566 víctimas eran hombres, lo que representa el 91.6 por ciento del total.
El número de víctimas entre las mujeres fue
más reducido, pero no menos importante.
La violencia cobró la vida de 606, las cuales representaron el 8.4 por
ciento del total de homicidios de ese año.
Pero aquí vine el detalle importante
publicado en el reportaje del Diario La tribuna: “haciendo un promedio del
rango de muertes de hombres de 18 años en adelante, se pudo contabilizar que en
el 2011 murieron de forma violenta 6,115. De estos, 552 eran casados, 902
estaban viviendo bajo la condición de unión libre y de 4,701 no se supo el
estado civil”.
La licenciada Migdonia Ayestas, directora
del Observatorio, señaló esos datos y ahondando en ellos señaló la
vulnerabilidad en que quedan las familias al perder el sustento económico del
padre y se ven obligadas; “a buscar una fuente de empleo para sacar adelante a
sus hijos. Otras salen del país porque tienen miedo a ser víctimas de los
mismos malhechores”.
Los datos preliminares arrojan que son más
de 12 mil viudas las que ha dejado la violencia, pero no se totaliza el número
de hijos que han quedado sin padre, por ello, ¿qué significa esto para los
hondureños? Simple y sencillamente mayor pobreza, ahondar
la exclusión, más desintegración familiar, se eleva el nivel del trabajo
infantil, se merma la población
económicamente activa y se acrecienta la
inseguridad jurídica y ciudadana y crece la impunidad.
Otro dato que llama poderosamente la atención,
es que la mayoría de las víctimas
oscilan entre los 12 y los 35 años de edad. Están matando gente joven y más allá del eufemismo que la
juventud de hoy es la que asumirá las responsabilidades del mañana, hay que
indagar cuales son las causas para que se ensañen contra este segmento
poblacional.
Hay que ir más allá del simplismo de que
los muchachos y muchachas en “algo andaban inmiscuidos”, esa aseveración sólo
demuestra la poca importancia que les merece la vida de los jóvenes a quienes
la expresan.
Ningún
clima de zozobra es propicio para el desarrollo de los pueblos, al contrario la
inseguridad y el miedo se convierten en un gran obstáculo para frenar aspiraciones, iniciativas y
perspectivas de lograr una mejor calidad de vida y opacan la sostenibilidad de
los programas, planes y proyectos para avanzar en la superación de los grandes
problemas nacionales.
Ese cruce de variables necesariamente
coloca en el centro del análisis a la persona humana y su inviolable derecho a
la vida. Tratar de desdibujar ese valor sería como hacer análisis sin
determinar el objetivo de la investigación.
El impacto de la violencia en Honduras no
ha sido analizado y por ello es necesario comenzar y el Observatorio de la
Violencia es una entidad crucial para recabar datos fiables para concretar el
estudio. Alguien ésta dando el primer paso, ¿quiénes lo seguirán?
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