domingo, 3 de noviembre de 2013

15 años después

Por Víctor Hugo Álvarez

“Señor Mairena, yo sé que mis hijos están vivo y están bien, igual que sus compañeros”, eran las 10 de la noche del lunes 2 de noviembre de 1998, portábamos únicamente un pequeño transistor cuyas baterías agonizaban, pero mis oídos se agudizaron al escuchar la voz de mi madre diciendo esas palabras en el programa de Napoleón Mairena Tercero en Radio América.

Fue entonces cuando me di cuenta que nos daban por desaparecidos o muertos, pues teníamos cuatro días de no podernos comunicar ni con la redacción central del periódico donde laborábamos ni con nuestros familiares. No había nada;  ni teléfono ni telégrafo ni wallky tallky. Nada funcionaba,  Mitch había destruido las redes telefónicas y las antenas de los radio comunicadores  personales.

Habíamos salido de Tegucigalpa el jueves 29 de octubre por la tarde, para cumplir con una simple misión dada por el licenciado Julio César Marín (QDDG), entonces director de El Heraldo y de Thelma Mejía, jefa de redacción. La misión  asignada no era complicada, era no más observar si había desbordamiento de los ríos en la zona central del país, pues lo fuerte del golpe del huracán se esperaba en la zona norte.

No observamos en el trayecto nada fuera de lo común.  Al llegar a Comayagua nos dimos cuenta que en el Instituto León Alvarado albergaron  damnificados por las crecidas de algunas quebradas, pero nada más. Los ríos aumentaron su caudal, pero se mantenían dentro de su cauce y de acuerdo a las autoridades no se esperaban mayores acontecimientos.

Nos disponíamos a regresar a Tegucigalpa en el pequeño Lada que nos asignaron. En él viajábamos Carlos Ramos  como reportero gráfico y mi hermano Mauricio que se dirigía a la Villa de San Antonio y yo.  Gabriel   era el conductor.

El cielo estaba cerrado por nubarrones y aquella tarde la luz solar se extinguía con más rapidez que lo normal. De repente el jefe de la Región Sanitaria de Comayagua y los bomberos nos alertan que ha habido un derrumbe en La Libertad, Comayagua. Nada inusual en aquellas circunstancias y movidos por el deber periodístico comunicamos a la redacción central esa novedad y dijimos que nos moveríamos hasta ese municipio para cubrir la información. No sabíamos los que nos esperaba.

A medida avanzábamos en el camino muchos cuerpos de socorro se unieron a la caravana. El avance era lento, pues había comenzado a llover con mayor copiosidad y la carretera estaba en malas condiciones. Llegamos a eso de las seis y media de la tarde. No se miraba nada, el pueblo estaba a oscuras y los habitantes paralizados por el horror. Se escuchaban gritos solicitando ayuda. Con la tenue luz de sus lámparas los bomberos pudieron observar  personas subidas en árboles.El Río Frío que atraviesa el poblado se había  transformado de una hilacha de agua en un caudal incontenible cuyo ronco rumor y la rapidez del oscuro torrente infundía miedo. Aguas arriba  se había creado una represa natural tras el derrumbe de unos de los cerros en cuyas laderas había caseríos. El dique se desmoronó  y la cresta del torrente llegó a La Libertad a las cinco de la tarde, arrasando la colonia Roberto Camilleri. La riada se repitió a la medianoche y en la madrugada del 30 de octubre, dejando a su paso más desolación. Hubo rescate de heridos que recibieron atención, pero bajo el lodazal quedaron enterrados muchos cadáveres y otros terminaron flotando en el embalse de la Represa de El Cajón. Pudimos enviar fotos y el reporte, fueron las primeras imágenes del Mitch que se publicaron.

No pudimos regresar a Comayagua, el Humuya cortó la carretera y aquello era un inmenso lago de color café. Quedamos atrapados, sin comunicarnos con nadie. En los lapsos que había energía eléctrica vimos por la televisión el horror de las inundaciones en Comayagüela, la pérdida de nuestro querido compañero Víctor Sauceda. Temía por mi familia que vive en el centro de la ciudad gemela, Temíamos por la familia de Carlos que reside en el inestable barrio La Cabaña. Nos llenamos de desolación.

Dos días después llegamos a Comayagua, nos albergamos en el local de la regional de Salud y de ahí pudimos pasar a la Villa de San Antonio, hospedándonos en la Casa Cural. Pasó el tiempo, y a medida que bajaban las aguas y se mejoraba el tiempo, apreciamos lo que Mitch desnudó: la vulnerabilidad y el abandono del pueblo, la pobreza, la marginalidad, la exclusión, la desesperanza. Situaciones que hoy,  tras el golpe de estado se agigantaron. Barbones, hambrientos y sucios logramos pasar hacia Tegucigalpa llegando la tarde del martes tres de noviembre. Thelma Mejía nos recibió, sus ojos estaban llenos de lágrimas y nos dijo: “por favor nunca vuelvan a hacer esto”, se refería al riesgo que vivimos los periodistas a diario.

Llegué a la casa, había júbilo, nos creían muertos. Cuando abracé a mi madre me dijo: “Yo sabía que estaban bien, que Dios los cuidaba”.  Le  contesté: “Te oí por la radio y estaba lleno de angustia, pero alimentaste mi esperanza”.

Esa esperanza que tenemos todos los hondureños de ver un país distinto, sin sangre corriendo a diario por nuestras calles, un pueblo trabajador con fuentes donde demostrar su laboriosidad, que haya pan y salud en los hogares, un pueblo unido que enfrente con estoicismo y en paz los desafíos de la historia.
Otros recuerdos de ese momento, aún están en el tintero.

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