Por Víctor Hugo Álvarez
“Señor
Mairena, yo sé que mis hijos están vivo y están bien, igual que sus
compañeros”, eran las 10 de la noche del lunes 2 de noviembre de 1998,
portábamos únicamente un pequeño transistor cuyas baterías agonizaban, pero mis
oídos se agudizaron al escuchar la voz de mi madre diciendo esas palabras en el
programa de Napoleón Mairena Tercero en Radio América.
Fue
entonces cuando me di cuenta que nos daban por desaparecidos o muertos, pues
teníamos cuatro días de no podernos comunicar ni con la redacción central del
periódico donde laborábamos ni con nuestros familiares. No había nada; ni teléfono ni telégrafo ni wallky tallky.
Nada funcionaba, Mitch había destruido
las redes telefónicas y las antenas de los radio comunicadores personales.
Habíamos
salido de Tegucigalpa el jueves 29 de octubre por la tarde, para cumplir con
una simple misión dada por el licenciado Julio César Marín (QDDG), entonces
director de El Heraldo y de Thelma Mejía, jefa de redacción. La misión asignada no era complicada, era no más
observar si había desbordamiento de los ríos en la zona central del país, pues
lo fuerte del golpe del huracán se esperaba en la zona norte.
No
observamos en el trayecto nada fuera de lo común. Al llegar a Comayagua nos dimos cuenta que en
el Instituto León Alvarado albergaron
damnificados por las crecidas de algunas quebradas, pero nada más. Los
ríos aumentaron su caudal, pero se mantenían dentro de su cauce y de acuerdo a
las autoridades no se esperaban mayores acontecimientos.
Nos
disponíamos a regresar a Tegucigalpa en el pequeño Lada que nos asignaron. En
él viajábamos Carlos Ramos como
reportero gráfico y mi hermano Mauricio que se dirigía a la Villa de San
Antonio y yo. Gabriel era el conductor.
El cielo
estaba cerrado por nubarrones y aquella tarde la luz solar se extinguía con más
rapidez que lo normal. De repente el jefe de la Región Sanitaria de Comayagua y
los bomberos nos alertan que ha habido un derrumbe en La Libertad, Comayagua.
Nada inusual en aquellas circunstancias y movidos por el deber periodístico
comunicamos a la redacción central esa novedad y dijimos que nos moveríamos
hasta ese municipio para cubrir la información. No sabíamos los que nos
esperaba.
A medida
avanzábamos en el camino muchos cuerpos de socorro se unieron a la caravana. El
avance era lento, pues había comenzado a llover con mayor copiosidad y la
carretera estaba en malas condiciones. Llegamos a eso de las seis y media de la
tarde. No se miraba nada, el pueblo estaba a oscuras y los habitantes
paralizados por el horror. Se escuchaban gritos solicitando ayuda. Con la tenue
luz de sus lámparas los bomberos pudieron observar personas subidas en árboles.El Río Frío
que atraviesa el poblado se había
transformado de una hilacha de agua en un caudal incontenible cuyo ronco
rumor y la rapidez del oscuro torrente infundía miedo. Aguas arriba se había creado una represa natural tras el
derrumbe de unos de los cerros en cuyas laderas había caseríos. El dique se
desmoronó y la cresta del torrente llegó
a La Libertad a las cinco de la tarde, arrasando la colonia Roberto Camilleri.
La riada se repitió a la medianoche y en la madrugada del 30 de octubre,
dejando a su paso más desolación. Hubo
rescate de heridos que recibieron atención, pero bajo el lodazal quedaron
enterrados muchos cadáveres y otros terminaron flotando en el embalse de la
Represa de El Cajón. Pudimos enviar fotos y el reporte, fueron las primeras
imágenes del Mitch que se publicaron.
No pudimos
regresar a Comayagua, el Humuya cortó la carretera y aquello era un inmenso
lago de color café. Quedamos atrapados, sin comunicarnos con nadie. En los
lapsos que había energía eléctrica vimos por la televisión el horror de las
inundaciones en Comayagüela, la pérdida de nuestro querido compañero Víctor
Sauceda. Temía por mi familia que vive en el centro de la ciudad gemela,
Temíamos por la familia de Carlos que reside en el inestable barrio La Cabaña.
Nos llenamos de desolación.
Dos días
después llegamos a Comayagua, nos albergamos en el local de la regional de
Salud y de ahí pudimos pasar a la Villa de San Antonio, hospedándonos en la
Casa Cural. Pasó el tiempo, y a medida que bajaban las aguas y se mejoraba el
tiempo, apreciamos lo que Mitch desnudó: la vulnerabilidad y el abandono del
pueblo, la pobreza, la marginalidad, la exclusión, la desesperanza. Situaciones
que hoy, tras el golpe de estado se
agigantaron. Barbones,
hambrientos y sucios logramos pasar hacia Tegucigalpa llegando la tarde del
martes tres de noviembre. Thelma Mejía nos recibió, sus ojos estaban llenos de
lágrimas y nos dijo: “por favor nunca vuelvan a hacer esto”, se refería al
riesgo que vivimos los periodistas a diario.
Llegué a la
casa, había júbilo, nos creían muertos. Cuando abracé a mi madre me dijo: “Yo
sabía que estaban bien, que Dios los cuidaba”.
Le contesté: “Te oí por la radio
y estaba lleno de angustia, pero alimentaste mi esperanza”.
Esa
esperanza que tenemos todos los hondureños de ver un país distinto, sin sangre
corriendo a diario por nuestras calles, un pueblo trabajador con fuentes donde
demostrar su laboriosidad, que haya pan y salud en los hogares, un pueblo unido
que enfrente con estoicismo y en paz los desafíos de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario